Es sencillo perderse en el cementerio de Granadero Baigorria. La cantidad de mausoleos y tumbas abruma a quien pone un pie en el terreno y comienza a andarlo. Pese a su gigantez, lo que resalta entre tanta piedra es lo que guarda hacia el oeste, a 200 metros de su ingreso.
Una oxidada y cobriza reja separa a los rufianes del resto del predio. Cuando se abre, el chirrido ensordecedor espanta a los pájaros y genera una incómoda sensación en la boca, mientras refuerza la dejadez que sobresale a simple vista.
Son 144 las lapidas hebraicas que se alzan en el predio y miran hacia el ocaso, respetando la tradición religiosa. Destruidas, inclinadas y abandonadas, denotan el paso del tiempo, la historia y el olvido de una comunidad que se avergüenza del pasado. Bajo tierra, descansan los proxenetas y las madamas de la Zwi Migdal, organización judía que se asentó a principios del Siglo XX y se dedicó a la trata de blancas.
El viento azota los sepulcros y pareciera torcerlos aún más, dotando de un clima sombrío a la tarde otoñal. Una fila de 18 cipreses divide en dos a los monolitos, desembocando en una gran reja adornada con estrellas de David.
“Hace más de 50 años que no se mantiene la zona, ni tampoco se reciben visitas”, explica la profesora de Historia, Mariana Rossi. Y agrega: “Este espacio fue creado en 1930 para no enterrar a los maleantes con el resto de la colectividad”.
Los prostíbulos surgieron durante la década infame, época en la que los conservadores gobernaban mediante el terror y el fraude. Hipólito Yrigoyen ya había sido derrocado cuando una nota solicitó la apertura de dos casas de tolerancia en pueblo Paganini, como se conocía a Baigorria en aquel entonces. En el documento figuraban las firmas de Rosa Weisman, Rosa Prais y Anita Baran de Smit, esposas de proxenetas.
Los lupanares se construyeron en plena pampa, entre la tierra y el límite con San Fernando. Para edificarlos, se compró un cuarto de manzana y se utilizaron materiales importados. “Paganini tenía una extensión importante de tierra. Se permitió porque ofrecieron un canon de 500 pesos mensuales”, comenta Raúl Zavattero, historiador local.
Para que pudiesen consumir el negocio de la comuna, ómnibus especiales arribaban desde Rosario los fines de semana y atravesaban el pueblo. De lunes a viernes, llegaban hasta la entrada ubicada en la ruta. Asimismo, inspectores de la zona colocaron pulperías alrededor de las edificaciones y cobraban peajes.
“Hoy vive gente con familias en los inmuebles. Se convirtieron en conventillos después del 38, cuando desmantelaron la organización”, manifiesta Rossi.
Ante el paisaje fúnebre, la imaginación no logra proyectar familiares en el predio. Ni tampoco miembros de la colectividad. “De vez en cuando venía un solo hombre. Un grupo se quedaba en la puerta, mirando de afuera. Después de caminar entre las tumbas, se iban”, sostiene.
Además de las lapidas talladas con estrellas judías e imágenes de quienes fueron hombres poderosos, a la derecha se impone una pequeña -pero tétrica- habitación: el cuarto donde limpiaban los cadáveres. Con solo colocar un pie dentro, los vellos de la nuca se erizan y una sensación indescriptible recorre el cuerpo.
Las paredes amarillentas, arruinadas por la humedad y el descuido, enmarcan una gran mesa de mármol blanco con caída. Las canaletas que la coronan en algún momento fueron la ruta de la sangre, viseras y uñas. A un costado, una serie de estanterías de madera húmeda sobresalen y permiten trasladarse al 32′.
Desde su asentamiento en América, la organización llamada “La Varsovia”, traía desde Europa del este a jóvenes para ser explotadas sexualmente. En Argentina había más de 2.000 burdeles y 30.000 mujeres trabajando en ellos, engañadas con la promesa de una vida mejor.
Fue Raquel Libermann quien logró escapar e inició el comienzo del fin: después de seis años, la polaca pudo fugarse del burdel en el que era explotada y denunció a la Zwi Migdal. “En 1929, junto a Lito Alzogaray, un investigador de la entidad, llevaron la causa ante un juez que no era corrupto”, ahonda José Luis Scarsi, historiador bonaerense.
La historia es cíclica, es decir, que con el paso del tiempo los hechos vuelven a repetirse. O bien, quedan instaurados en las costumbres de la sociedad. De los 400 miembros, 108 fueron apresados y luego liberados por falta de pruebas. Como medida, se los deportó a Uruguay y a distintos países europeos; poco tiempo después, se prohibieron las casas públicas en todo Santa Fe.
A modo de trueque, en 1959, la Unión Hebraica le cedió a la comuna de Baigorria el cementerio, con el fin que el estado local se hiciese cargo del mantenimiento; a cambio, recibieron la mitad de la propiedad.
El sol comienza a desaparecer en el horizonte y las lapidas ya no reflejan su sombra. El único ruido persistente es el del viento, que sopla cada vez con más intensidad. A 25 kilómetros de Rosario, lo único que queda es el polvo de quienes fueron dueños de la vida y la muerte.
Allí, donde la soledad se hace piedra y el deshonor se materializa en cada símbolo. Allí, donde ni la muerte se presenta.
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