La IA (Inteligencia artificial) que despierta y amenaza al mundo a lo “Terminator”, el regreso de una obra maestra, 3 films argentinos esperados, otra “Paw Patrol” y los coreanos invadiendo el mundo con música (y series, películas) y una “Saw” más. Estas son las nuevas pelis que llegaron a la ciudad el último jueves de septiembre. Aquí una selección de reseñas para elegir que ir a ver al cine, porque el cine se ve en el cine.
“Resistencia”
Algo extensa, por momentos morosa y en otros demasiado solemne y pomposa (la música es de Hans Zimmer en plan desatado), en varios pasajes deudora de referentes del género (algo de Terminator, Blade Runner, Sector 9 y Yo, robot; pero también de otro tipo de relatos como Apocalipsis Now y Niños del hombre), Resistencia tiene, sin embargo, varios inteligentes planteos (y dilemas), unos cuantos hallazgos visuales y escenas de acción bien filmadas que la elevan por encima de la media del blockbuster hollywoodense. Y en este juego de sumas y restas el balance da positivo.
El protagonista es Joshua (John David Washington, visto en El infiltrado del KKKlan / BlacKkKlansman, Tenet), un agente de las fuerzas especiales que al inicio del film descubrimos está como infiltrado (encubierto) en una aislada comunidad de criaturas creadas (reparadas) vía Inteligencia Artificial. El militar está casado con Maya (Gemma Chan), quien está a punto de dar a luz un bebé. Pero un comando del ejército estadounidense invade ese paradisíaco enclave en el sudeste asiático (Edwards filmó en Camboya, Tailandia y sobre todo Vietnam) y con la ayuda de una gigantesca nave nodriza que todo lo espía, lo controla y lo aniquila se desata la matanza y la tragedia.
Tras ese prólogo, queda planteada en pleno año 2065 una guerra entre los humanos y los androides (que en líneas generales tienen un look normal aunque presentan algún agujero o implante que nos indica que han sido desarrollados a través de la IA), aunque -claro- las cosas no serán tan sencillas, tan blanco o negro. De hecho -y sin entrar en spoilers- Joshua terminará coprotagonizando el film con Alphie (la muy expresiva debutante Madeleine Yuna Voyles), una niña-robot de unos seis años que resultará clave en el asunto.
Que la película tome por momentos partido por los androides de Nueva Asia (así se conoce a la región) y no por los mercenarios del ejército estadounidense es la demostración de que Resistencia tiene una mirada bastante crítica, para nada complaciente ni mucho menos patriotera, a la hora de retratar (o imaginar) el lugar de la principal potencia del mundo en un futuro bastante cercano (dentro de unos 40 años).
Más allá de los reparos mencionados al comienzo del primer párrafo, Resistencia es una película con varias aristas, dimensiones y alcances provocadores e inquietantes. Como coguionista y también como narrador, Edwards demuestra que tiene suficiente talento e inteligencia como para abordar los excesos, las contradicciones y los muy serios riesgos del irrefrenable avance tecnológico. Y para ratificar también que Christopher Nolan no es el único cineasta británico actual con ínfulas y agallas.
Diego Batlle.
“Unicornio”
Grace (Nancy Dupláa) es una manicura que ama su trabajo y está atrapada en el rol de amante de un hombre que prometió mil veces que dejar a su esposa, algo que no hizo y que no parece que vaya a hacer pronto. El ocultamiento es parte de la rutina de Diana (Sofía Dieguez), una mujer trans a la que su novio no quiere presentar en público, mientras que en el caso de Amanda (Carolina Ramírez) las complicaciones provienen de las secuelas de varios amores truncos. El cuarteto protagónico se completa con Lila (Camila Azul Sosa), una adolescente maltratada por su madre y con poco ímpetu para hacer lo que disponga su corazón.
Los cuatro personajes centrales del tercer largometraje de la directora Yo, niña y Libre no tienen mucho en común, salvo el hecho de ser mujeres castigadas por un pasado cuyas huellas se prolongan hasta el presente, condicionando sus maneras de pararse ante el mundo en general y las de relacionarse con los hombres en particular. Cuatro amigas que comparten tiempo y dolores, que se apoyan y se contienen en la casa que comparten varias de ellas.
Estructurada a la manera de una historia coral, la película acompaña el derrotero de las cuatro mujeres. Un derrotero en el que exponen sus facetas más sensibles y honestas, así como también sus deseos y anhelos, y que no estará exento de situaciones dolorosas. Como el caso de Grace, que pide por favor a su amante que la deje. O el de Amanda, golpeada a la salida del lugar donde trabaja como bailarina.
Unicornio propone un relato permeado por el empoderamiento y el amor propio como remedo a las frustraciones generadas por terceros. Más allá de algunos excesos dramáticos en la acumulación de desgracias, la realizadora se reserva un final de fábula, luminoso y esperanzador, que marca que, más allá de todo, siempre puede haber un futuro mejor a la vuelta de la esquina.
Ezequiel Boetti.
En el Showcase.
“El juego del miedo 10”
Una vuelta de tuerca, al menos en la primera media hora de la proyección de Saw X: El juego del miedo, alienta que vamos a ver algo por lo menos distinto dentro de la saga de muertes macabras, donde el sadismo está a la orden del día.
John Kramer, el protagonista de la original, sí, el que interpreta Tobin Bell desde hace casi 20 años, Jigsaw para los entendidos, no la está pasando bien. Su cáncer le deja pocos meses de vida, no parece que el tumor en su cerebro vaya a disminuir. Y, perdido por perdido, Kramer sigue el consejo que le da un ex compañero de terapia de grupo. Hay un tratamiento oncológico, el Método Pederson, que a él le salvó la vida. Le muestra una cicatriz enorme en su estómago y le pasa un link.
Kramer viajará a México, porque claro, los laboratorios están en contra de este tratamiento, ya que perderían millones de dólares, y quienes lo realizan se van mudando de país a país.
Así que allí está, en medio de la nada, John Kramer, al que operan del cerebro estando algo consciente. El 90% de los tratamientos terminaron con éxito, le dice la doctora.
Pero como decíamos era solo media hora. El tiempo suficiente para que nos quede casi otra hora y media para sufrir.
Porque en realidad lo que le hicieron a Kramer fue una estafa, y él se las arreglara con su castellano básico y bruto para encontrar a todos, desde el chofer que lo llevó hasta los médicos, si es que son médicos. Y se activa la venganza y con ella, los jueguitos.
Las películas de El juego del miedo no solían recordarse por, ni tener por así decirlo tramas. Es un más o menos intrincado andamiaje en el que personajes, que por lo general han cometido un delito, son secuestrados y puestos en un lugar cerrado, en el que una mente perversa los somete a “jugar un juego”. Si no lo juega, las consecuencias son terribles. Vivir o morir es su decisión.
“Vivir o morir: la decisión es tuya”, lo deja clarito Kramer en sus mensajes en el pequeño grabador.
Aquí, en esta Saw X, pueden quebrarse los dedos, pero si lo hacen, al menos no le sacaran los ojos.
Pueden cortarse los brazos, pero sobrevivir.
O pueden tener que abrirse ellos mismos la cabeza y extraer materia gris del cerebro.
O sea, de alguna manera u otra deberán sufrir, lesionarse o amputarse para sobrevivir.
No sirven los ruegos, los pedidos de ayuda, los “por favor no lo hagas”. Tienen que someterse a esa “prueba”, con el tiempo corriendo, por lo general son tres minutos. Y ya sabemos que en el cine, cuando lo que juega es el suspenso, tres minutos pueden ser interminables.
Para los fans de la saga, regresa Amanda, que era una de las aprendices de Jigsaw.
Cabe la pregunta: ¿de dónde John Kramer saca tiempo para preparar y fabricar los juegos?
Mente insana en cuerpo ídem.
Pablo Scholz.
En los cuatro complejos.
“Una flor en el barro”
Una flor en el barro es una película que, con riesgo de caer en lo didáctico, se propone generar una conversación, interpelar, ponernos de cara a una realidad invisibilizada, que su director y coguionista, Nicolás Tuozzo (Los padecientes), aborda bajo la mirada de un maestro suplente interpretado por un correcto Nicolás Francella, un joven que intenta modificar, desde su lugar, una situación que amerita un debate. El actor personifica a Francisco, un docente de una escuela con escasos recursos que advierte que una de sus alumnas, Sofía (Lola Carelli, en un auspicioso debut cinematográfico), es superdotada. La pequeña, con tan solo ocho años, resuelve complejos problemas matemáticos, tiene una mirada artística muy desarrollada para su edad, además de estar interesada particularmente en la ciencia e incorporar conocimientos con celeridad, y comprenderlos cabalmente.
Cuando ese maestro se toma el tiempo de conocerla, se siente asombrado por la capacidad de la niña y allí empieza a transitar, inicialmente con cierta ingenuidad, un sinuoso camino para que Sofía encuentre la escuela adecuada para explorar su potencial. Así, el film de Tuozzo se mueve en dos narrativas. Por un lado, en la del docente que inicia su derrotero. Por el otro, en la de la cotidianidad de la pequeña, quien vive con su familia sumida en la pobreza, pero siempre estimulada por todo aquello que se le presenta como una novedad. La construcción del personaje de Sofía está muy bien logrado, exento de lugares comunes o golpes bajos. Si bien el realizador retrata momentos duros de su vida, lo que le interesa mostrar es cómo la niña expresa su vasto mundo interior en el contexto en el que se mueve.
De esta manera, se logra una simetría con lo que le sucede a su maestro, quien también apela a sus propios recursos para poder superar obstáculos de otra envergadura. En su caso, una charla con la directora de la escuela que resulta poco fructífera, una conversación con los padres de Sofía para terminar de comprender cómo es el día a día de ella, y una visita al Ministerio de Educación para plantear su dilema: cómo lograr que la niña pueda ser inscripta en otra escuela sin que se produzcan alteraciones.
A medida que va acercándose a diferentes figuras de autoridad, ese maestro se topa con lo más abyecto de la burocracia, desde el desinterés social por alumnos que no responden a un cierto modelo pasando por la cruda realidad del sistema educativo, con sus reglas y limitaciones, hasta el precio que debe pagar por simplemente intentar hacer lo correcto.
Una flor en el barro se enriquece cuando no se vuelven solemne o sobreexplicativa, como en las secuencias en las que Sofía se muestra ávida por lo que su docente tiene para enseñarle y en aquellas en las que se deja en evidencia cómo la búsqueda de cambio, por más encomiable que sea, pocas veces es respaldada con hechos concretos de quienes están en posiciones de autoridad. En esos casos, solo quedan las acciones de la familia, de los amigos, y de esos maestros que se involucran, aunque les cueste caro. En gran medida, la película de Tuozzo es una celebración de esos pequeños (enormes) gestos de nobleza.
Milagros Amondaray.
En Hoyts y Showcase.
“Hace mucho que no duermo”
El muchacho camina por la parada del Metrobús de la Avenida San Martín, se detiene, otea el horizonte y estira la mano ante un colectivo 105. Pero no se sube, sino que se para a la altura de la puerta del medio para recibir un bolso arrojado desde adentro. Luego corre, se frena en un puente y tira el paquete, que cae en la caja de una camioneta que justo pasaba por la calle de abajo. De allí pasa a una chica en bicicleta primero y al pasajero de un tren después. Esas son algunas de postas del largo y curioso recorrido –físico, pero también narrativo– que el debutante Agustín Godoy propone en Hace mucho que no duermo, título tomado de la frase con la que un muy atildado oficinista (Agustín Gagliardi) justifica nueve de cada diez cosas que le ocurren. Incluyendo, claro, el hecho de que en un momento se le caiga –literalmente– ese bolso cerrado con candado en los brazos. Reacciona como ante todo: con cara de nada, apelando a un registro de comicidad entre deadpan y surrealista que permea toda la película.
La comedia, se sabe, es un terreno que el grueso del cine argentino, quizás por el temita del prestigio, prefiere evitar. Mucho más el de aquélla imperada por la rotura extrema de las lógicas y el carácter imprevisible de sus personajes. Porque, ¿qué hace el muchacho con el regalito caído del cielo? En principio, lo observa, lo lleva a la oficina, lo deja quieto y lo mueve de un lado para otro. Es así hasta que llega a su casa una joven tarotista que le asegura que le esperan cosas grandes si logra quedárselo. Se lo dice hablando de la misma manera que él: con versos en rima que no hacen otra que subrayar el deliberado artificio de este universo, lo que ubica a esta parejita en un árbol genealógico en el que conviven Matías Piñeiro (aunque sin su elegancia formal) y Martín Rejtman (pero sin la incomodidad subrepticia).
El problema es que hay al menos dos grupos interesados en el botín. Por un lado, los integrantes del pasamanos, encabezados por un hombre y su fiel asistente (Ailín Salas), quienes arman un identikit del muchacho y, dado que tiene cara de universitario, no tienen mejor idea que recorrer todas las facultades porteñas para ver si lo encuentran. Por el otro, unas monjas con altas destrezas físicas (¿?) y hasta un ocasional ladrón que roba el bolso sin tener la más remota idea de todo el entramado que hay detrás.
Nada tiene mucho sentido –se dijo: no hay comedia sin rotura de lógicas– en esta suerte de cruza de los Monty Python en clave lo-fi (que nadie espere la exuberancia ni mucho menos los filos más desaforados de los británicos) con la anarquía del cartoon. Y está bien que así sea, pues Godoy se presenta como director que concibe al cine como un juego. Y, como tal, se divierte utilizando una amplia variedad de recursos (¡el viejo y querido zoom como motivo cómico!) que entregan momentos graciosísimos. Tan fuerte es la apuesta de Godoy, que por momentos parece enamorarse de sus ideas y, por lo tanto, no saber cuándo la gracia empieza a coquetear con la reiteración. ¿Que por esa razón la película se agota unos cuantos minutos antes del final? Es cierto. Tan cierto como que reírse en una sala con una película argentina es una anomalía que Hace mucho que no duermo intenta corregir.
Ezequiel Boetti.
En El Cairo.
“Paw Patrol: La Súper Película”
Antes de comenzar oficialmente la película de Paw Patrol, se puede ver un pequeño corto de Dora, la exploradora para dar a conocer la nueva técnica de animación que se utilizará para retratar al personaje en el futuro. Un cortometraje bastante dinámico e interesante, que explora por demás la cultura mexicana y algunos mitos que hay sobre ella.
Cuando un meteorito con una carga extraña de poderes mágicos cae por accidente en Adventure City, inmediatamente otorga superpoderes a los perros de paw patrol, quienes se transforman en héroes para poder resolver ciertos problemas en su ciudad. Pero al mismo tiempo, una villana de nombre Victoria Vance, se alía con el político corrupto, Humdigner, para que ambos logren obtener superpoderes y así dominar el mundo.
En su idea principal, Paw Patrol: la súper película (Paw Patrol: The Mighty Movie, 2023), decide utilizar una típica trama heroica en la que los perros protagonistas se convierten en héroes de acción para salvar Adventure City, la ciudad en la que residen estos cachorros. Pero en realidad, este concepto tan básico se emplea a modo de excusa para poder hablar metafóricamente sobre la autoestima, tomar iniciativa y esforzarse para conseguir las cosas, y también sobre la confianza y la aceptación de uno mismo.
En la práctica, el film aplica maravillosamente todos estos conceptos que quiere establecer desde su premisa inicial, presentándose de forma bastante indirecta para los más chicos, pero con un fuerte incentivo que los invita a reflexionar sobre las situaciones clave de la película y que se pueden aprender sobre ellas. Después, en su estructura, la película exhibe una clásica trama de origen sumamente interesante, adecuada y que no presenta complejidades a la hora de explicar las situaciones desarrolladas. También reboza en humor con unos punchlines bastante interesantes que juegan con lo bizarro de que unos perros sean bomberos.
Si hay una gran deficiencia dentro de este cálido guión, se debe a la gran cantidad de vueltas que se hacen para cerrar el último acto. Vueltas que arruinan todo lo hecho y resuelto anteriormente, para después duplicar esos problemas y alargarlos en un cierre en el que todos los cachorros se puedan lucir, incluso aunque estos no necesiten hacerlo.
Respecto a técnica de animación, esta cinta supera a su material original (programa de tv), y presenta una excelente mejora en los diseños de sus personajes, mostrando una apariencia mucho más agradable y con una textura extremadamente realista en el pelaje de los cachorros. En conclusión, aunque Paw Patrol: la súper película no traiga nada nuevo a las salas de cine y presente una trama bastante trillada, nos regala una historia muy linda con tintes bastante emotivos, que se anima a juntar todos los valores que le quiere brindar a su audiencia, a la par de una pieza muy graciosa y por momentos ingeniosa que va a entretener y fanatizar tanto a chicos como a grandes.
Laia Cauli.
En los Cines del Centro.
“IU Concert the Golden Hour”
La sinopsis oficial:
“Celebrando los quince años del debut de la cantante coreana, se estrena IU Concert the golden Hour. Se trata de la primera vez que una cantante actúa en el emblemático Estadio Olímpico Principal de Seúl, el estadio más grande de Corea del Sur, un lugar soñado para los artistas musicales. El concierto da comienzo con una emocionante apertura a capella y la lista de canciones se compone de los temas más queridos de toda su carrera”.
En Hoyts y Cinépolis.
“El conformista”
Cuando El conformista tuvo su estreno mundial en la Berlinale de 1970, Bernardo Bertolucci tenía apenas 29 años, pero ya cargaba sobre sus espaldas con el prestigio de ser el nuevo enfant terrible del cine italiano. Sus tres largometrajes previos -La commare secca (1962), Prima della rivoluzione (1964) y Partner (1968)- habían recibido elogios y diatribas de la crítica y hasta el apoyo explícito de Pier Paolo Pasolini y Jean-Luc Godard, pero todavía era un desconocido para el gran público. Esa situación cambió de una vez y para siempre con Il conformista, una coproducción entre la RAI y la Paramount con un elenco internacional encabezado por Jean-Louis Trintignant, Stefania Sandrelli y Dominique Sanda, que dio la vuelta al mundo y se convirtió en un film de referencia para cineastas como Francis Ford Coppola, quien reconoció que hubiera querido contar para la trilogía de El Padrino con el fotógrafo de Bertolucci, Vittorio Storaro, a partir de entonces también convertido en una nueva estrella del firmamento cinematográfico, algo inusual para un director de fotografía.
El reestreno en salas de la ciudad de Buenos Aires, La Plata, Rosario y Córdoba de El conformista, en una versión restaurada por la Cineteca di Bologna en 4K, permite admirar ahora no sólo el impresionante esplendor visual de la película y la maestría cinematográfica de su director sino también advertir que las circunstancias políticas a las que se refiere –la rápida ascensión del fascismo en la Europa de fines de los años ’30- tienen hoy una triste vigencia en buena parte del mundo, Argentina incluida.
La trama de El conformista –tomada de la novela homónima de Alberto Moravia- es relativamente simple, pero está narrada a través de una compleja estructura formal que le agrega progresivas capas de sentido a cada uno de los pasos del protagonista, Marcello Clerici (Trintignant), un hombre de unos 35 años, proveniente de una familia de la alta burguesía en decadencia y formado en Filosofía, pero que decide adscribir al fascismo reinante en Italia porque, como él mismo afirma, “quiero ser un hombre normal”.
Como se verá en el transcurso del film, esa normalidad a la que aspira Clerici tiene razones políticas pero –como siempre en Bertolucci, para quien Marx y Freud marchan juntos de la mano- también psicológicas. El protagonista carga con un brutal trauma de infancia que se irá revelando paulatinamente, pero que está en la matriz de su conducta y en la radicalidad de sus acciones. A pesar de que es un hombre solitario y silencioso, que lleva una vida misteriosa, quiere casarse con Giulia (Sandrelli), una chica tan vivaz como frívola, a la que él aspira a recluir “en la cocina y en la cama” y con quien eventualmente podrá tener hijos y formar una familia, para poder convertirse en el “uomo qualunque” que él sabe que nunca podrá ser.
Para Clerici, es difícil ser un hombre normal cuando su compromiso con el fascismo va mucho más allá de su mera adhesión al régimen: acaba de aceptar una misión con la que pretende no tanto probar su lealtad partidaria, que nadie cuestiona, sino probarse a sí mismo, convencerse de su masculinidad, sentirse capaz de sostener un arma en su mano y de matar al profesor de Filosofía que fue su mentor y que, ahora refugiado en Francia, agita desde allí la resistencia al régimen italiano.
De hecho, El conformista comienza casi por el final, lo que será el tiempo presente del film, cuando Clerici está con Giulia de luna de miel en París y espera en el cuarto de su hotel la llamada telefónica que lo convoque a cumplir con su cometido. En ese comienzo –rodado a la manera de un film noir de Jean-Pierre Melville, en una madrugada fantasmagórica, todavía teñida de noche y niebla- se irá intercalando con una serie de flashbacks de una modernidad que hoy recuerda a las estructuras poliédricas de algunos films de Coppola e incluso de Quentin Tarantino, pero que no eran para nada frecuentes en el cine de su época. Ni siquiera en sus films previos, donde privilegiaba el plano-secuencia sin cortes, Bertolucci había probado nada semejante: la fragmentación del relato de algún modo refleja la descomposición del protagonista, quebrado desde su propia infancia.
El propio director confesó que fue su montajista Franco Arcalli (impuesto por el productor Giovanni Bertolucci, primo de Bernardo) quien “me hizo descubrir el montaje, que me guio por una zona del cine que siempre había rechazado conocer, y fue muy emocionante”. Y aclaraba: “El me demostró que también durante el montaje se puede improvisar. Interrumpiendo un encuadre que yo había rodado como un plano autónomo, y pegándole otro encuadre que no había sido previsto para ese punto, y para ese momento, daba repentinamente luz a significados que estaban en la película, pero escondidos, hasta el punto de ser ilegibles. Con él a menudo sentía esa emoción que por lo general sólo los actores saben darte, cuando te sorprenden con algo no previsto y enriquecedor”.
Esas “iluminaciones” a las que hace alusión el director de Novecento son innumerables porque -junto al fotógrafo Storaro y al diseñador de producción Ferdinando Scarfiotti- Bertolucci se propuso, y lo consiguió, sorprender en todos y cada uno de los planos de su película, a cual más deslumbrante, sin por ello sacrificar el hilo narrativo y las implicancias políticas y psicológicas de su protagonista.
Los contrastes entre la Roma del “fascio” y el París del Frente Popular (estamos en 1938) son patentes, entre otras razones, porque Bertolucci y sus colaboradores decidieron utilizar locaciones y escenarios naturales como si fueran un gigantesco set puesto a disposición de la película. La geométrica monumentalidad del despacho y las antesalas del ministro fascista y la patética escena de Clerici interpelando a su padre en un manicomio que semeja un cenotafio fueron rodadas, en grandes planos generales, en el área romana del EUR (Esposizione Universale Roma), levantada durante el imperio del Duce. A su vez, en París el director aprovechó la belleza arquitectónica de la Gare d’Orsay (antes de que fuera reconvertida en museo) y un salón popular en Joinville, donde pone en escena el justamente famoso baile al que asisten Clerici y Giulia en compañía del profesor Quadri (Enzo Tarascio) y su bella esposa Anna (Dominique Sanda, recién salida de Una mujer dulce, de Robert Bresson).
En ese baile –por su coreografía, reminiscente del cine circular de Max Ophüls- no sólo se manifiestan las tensiones entre el profesor y su ex alumno que, sentados frente a frente, se recelan mutuamente. También se hace explícita la seducción que la sofisticada Anna ejerce sobre Clerici y también sobre Giulia, cuando ambas se convierten en el centro de la escena bailando un tango de una sensualidad que hubiera sido impensable en medio del rigor puritano de la Roma fascista. Esa escena culmina de manera magistral con todos los asistentes al salón girando enloquecidamente alrededor de Clerici, que para su desesperación termina prisionero de esa multitud: allí se da cuenta de que no puede escapar no solo de ese círculo que se ha formado a su alrededor sino tampoco de la misión a la que se prestó voluntariamente pero que no sabe si podrá llevar a cabo. Al fin y al cabo, Clerici es consciente de que es un cobarde.
“Siempre tengo la necesidad de concluir con un momento de música. En un baile, en un espectáculo, siempre pienso que me puedo permitir algunas libertades con mis personajes y que todo puede suceder”, declaró alguna vez Bertolucci, cuyas escenas de baile –en La commare secca, Novecento, Ultimo tango en París y en La tragedia de un hombre ridículo- son invariablemente memorables.
Otro punto alto de El conformista también tiene a Clerici enfrentado a Quadri, esta vez en el despacho del profesor, cuando ambos traen a colación la alegoría de la caverna de Platón. Es Clerici quien cierra los postigos de una ventana y deja la habitación en penumbras para representar, iluminado por la única ventana que ha quedado abierta, el juego de luces y sombras. Y es el profesor quien le da a la alegoría una nueva lectura. “No podría haberme traído de Roma un regalo mejor”, se entusiasma Quadri. “Los prisioneros encadenados de Platón. ¿Y qué ven? Usted que viene de Italia debería saberlo por experiencia propia. Solo ven las sombras que hace la fogata sobre el fondo de la caverna frente a ellos. Sombras. Los reflejos de las cosas. Como lo que les está pasando a ustedes en Italia”.
No fue únicamente la crítica de la época la que vio en el profesor Quadri la figura paterna de Jean-Luc Godard que Bertolucci intentaba matar. El propio director luego también confirmó ese intento de parricidio. Confesó que tanto la dirección como el número de teléfono de Quadri en París eran los del propio Godard, de quien Bertolucci temía su opinión luego del brusco cambio de timón que ahora daba a su obra, antes independiente y radical, y a partir de El conformista de gran presupuesto y respaldada por la Paramount. “Bueno, tal vez yo soy Clerici, hago películas fascistas y quiero matar a Godard, que es un revolucionario, hace películas revolucionarias y fue mi maestro”, reconoció entonces a la revista británica Sight & Sound.
Lo que entonces no se sabía es que apenas unos meses antes de El conformista, Bertolucci –también junto al fotógrafo Storaro- había concluido otro film extraordinario, La estrategia de la araña, que sin embargo se estrenó después. Con el argentino Eduardo de Gregorio como coguionista, inspirado muy libremente en el relato “Tema del traidor y del héroe”, de Jorge Luis Borges, Strategia del ragno también tenía tópicos muy similares a los de El conformista, empezando por el fascismo, aunque formalmente son muy distintas entre sí.
“Ambas películas tienen en común el tema de la traición, la presencia del pasado que vuelve y el peso de la figura paterna”, explicaba Bertolucci en su momento. “Pero así como El conformista es el hijo, Trintignant, quien traiciona al profesor Quadri (la figura paterna), en La estrategia de la araña es el padre quien traiciona. En cualquier caso, se trata de dos parricidios, que suponen un pasado y una memoria. En El conformista la memoria es la del cine francés y el cine de Hollywood de los años ’30, mientras que La estrategia de la araña se alimenta de recuerdos reales de la infancia, el campo de mi niñez”.
Ahora, en todo caso, es cuestión de aprovechar la oportunidad de ver en una sala oscura –como corresponde- El conformista. Y luego eventualmente recurrir al streaming para repasar sus conexiones con el resto de la obra de ese virtuoso del cine que fue Bernardo Bertolucci.
Luciano Monteagudo.
En los Cines del Centro.
Fuente: Otros Cines, Escribiendo Cine, Página 12.
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