Por Lucas Raspall
Es común escuchar hablar de emociones negativas, señalando en esta categoría al miedo, el enojo, la tristeza y la vergüenza: es un error -y uno grande-. Todas las emociones son positivas, valiosas, necesarias y elegibles. No las quitemos del mapa; aprendamos a mirarlas de cerca, a validarlas y valorarlas.
Qué son las emociones. Para no dar por sentado que quien está leyendo sabe qué es una emoción y cuáles son aquellas denominadas básicas, voy a empezar por el principio. Las emociones son reacciones de nuestro organismo frente a la advertencia de un estímulo, contestaciones automáticas que vienen en el bagaje biológico que trae codificado nuestros genes.
Tienen una función adaptativa fundamental, motivo por el cual la evolución se ocupó de atesorarlas en ese sitio que sabe trascendernos como individuos para ofrecerlo a nuestra descendencia. Su marcha es automática y muy veloz, asegurando una rápida evaluación de la situación que las disparó y preparando al cuerpo para responder. Esto significa que no requieren de una tramitación consciente –su paso es ajeno a lo que logramos ver y procesar en nuestra pantalla mental- y se agitan de forma independiente a nuestra voluntad.
Las emociones son tendencias a la acción, respuestas innatas de corte biológico a estímulos determinados que desencadenan variadas respuestas fisiológicas, psicológicas y conductuales que tienen como fin principal la adaptación.
Si bien no hay un consenso cerrado, la literatura científica habla de siete u ocho emociones básicas: la alegría, el miedo, el enojo, el asco, la ansiedad, la tristeza y la vergüenza; algunos suman también a la sorpresa/el interés y la calma. Con el correr del tiempo, y en virtud de las experiencias y andamiajes que el entorno nos ofrezca, las emociones irán integrando simbolizaciones que definen sentimientos más complejos. Este aporte cognitivo abre, enriquece y complejiza el mundo emocional, siendo uno de los pilares de esa inteligencia emocional que tiene como meta una mejor gestión de lo que nos pasa.
Ahora, el error –y el riesgo que trae aparejado-. Las calificaciones positivo y negativo traen connotaciones que tienen peso propio, por lo que el movimiento espontáneo y natural será tender hacia las primeras y evitar las segundas se inscriben fuertemente en nuestra cabeza. En lo positivo se encuentra el valor, la virtud, lo conveniente y elegible, mientras que en lo negativo el disvalor, el defecto, lo no conveniente y no elegible.
La imprecisión reside entonces en definir aquellas que nos generan malestar, como el miedo, el enojo, el asco, la ansiedad, la tristeza y la vergüenza como negativas. Las palabras tienen connotaciones muy fuertes, y negativas no es la excepción: si negativo es dañino, perjudicial y adverso, es entendible que quien considere determinadas emociones con este calificativo tienda a (1) evitar las situaciones que la gatillan o, cuando esto no es posible, (2) negar, tapar, minimizar o distorsionar su existencia, acciones de control que nada tienen que ver con una adecuada gestión. Si estas actuaciones son eficaces, entonces lo que lograremos es no reparar en aquello que nos provoca el miedo o el enojo, por ejemplo, quedando expuestos a aquella situación que nos amenaza. Este camino no parece ser una estrategia inteligente: si no reconocemos tal emoción y analizamos qué nos pone en riesgo, antes o después, terminaremos mal.
Creer que nuestra forma de mencionar las cosas no tiene importancia es un paso en falso muy peligroso; no se trata de una cuestión técnica sin relevancia o sólo para detallistas: las palabras condicionan nuestro accionar.
Comentarios