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Opinión

Muchachos, no me olvidé de nada

Estadísticamente, charlar con Alejandro Dolina es algo que en mi vida ocurre una vez cada 46 años. En cambio, charlar con mi viejo es algo que hice durante 46 años y que ya no podré seguir haciendo. Pero el jueves pasado, cuando hablé con el Negro por primera vez, fue como si dos extremos del Universo se juntaran en un minúsculo punto del espacio-tiempo.

Estadísticamente, volveremos a charlar cuando yo tenga 92 abriles y Dolina tenga 124 mayos; y esa charla conjetural debería ocurrir en el año 2068. Pero la fe no es lo mío, ni la esperanza, ni lo mío será aquello de cometer un plot twist de vivir tanto tiempo. Seguramente la ilusión o la ansiedad de verlo al Raúl de nuevo no me lo permitirá, quiera Dios el guionista. Amén.

En abril de 2021 le mandé un mensaje por WhatsApp a mi viejo. Le pasé un link y le decía que mire la entrevista que Julio Leiva le había hecho a Dolina. Se la pasé porque me había hecho reír mucho un respuesta que le transcribí:

¿Le tenés más miedo a la muerte o a envejecer? —le pregunta el tipo.
A la muerte, desde luego. Los asaltantes te amenazan con matarte, no con envejecerte —le dice Dolina.

Pero la muerte jamás estuvo ni en el banco de suplentes de las charlas con mi papá, en cambio el Negro sí, el Negro jugaba de titular siempre. Y jugaba siempre porque el tipo nos tiraba a los dos aquellos pases que mi viejo y yo no podíamos hacernos entre nosotros; algo que ambos sabíamos bien.

Lo que no sabíamos ninguno de los dos era que él se iba a morir unos meses después. Un tumor, dolores, estudios, abrazos y de pronto c’est fini.

Foto: Facebook LVST

¿Creés que hay cosas que más vale no saberlas? —le pregunté el otro día a Dolina.
Posiblemente sí —me dijo—. De todos modos, en general, todo progreso espiritual procede de una sabiduría, del conocimiento, del pensamiento. Después, en lo particular, en algunas situaciones, hay cosas que uno preferiría ignorar.

Irme a dormir escuchando “La venganza será terrible” era como una magia secreta que burlaba esa distancia estructural, que pareciera simbiótica de la adultez, porque nos igualaba en un terreno lúdico, nos embriagaba de juegos, de un hijo jugando con papá; en aquello que cimenta la primera complicidad con tu adulto preferido cuando sos un nene. Entonces yo cuando imaginaba a mi papá escuchando al Negro, escuchando lo mismo que yo, siempre lo imaginé cagándose de risa, alegre, reflexionando de buen ánimo, apretada la radio en su oreja y los ojos mirando lejos, no sé a dónde.

¿Cómo es el oyente de “La venganza será terrible” en la cabeza de Alejandro Dolina? —le pregunté el jueves.
Nosotros tenemos esa mezcla de radiofonía y teatralidad. Nosotros recibimos todas las noches, desde hace mucho tiempo, al público presente en los estudios. Ahí pierde terreno el oyente imaginario, que es un oyente conjetural (…) incluso menoscabado por la presencia real de oyentes de carne y hueso que están ahí. Eso hace que el programa a veces sea más teatral que radial y se produzca entonces una relación con los oyentes parecida a lo que (Jorge) Dubatti llama el convivio, esa coexistencia del artista y del consumidor de arte que están bajo el mismo techo.

“¿Escuchaste el otro día cuando hablaban de consejos para cruzar una avenida?”, “¿Y vos escuchaste lo del queso rallado?”, “Anoche me acordaba de vos con lo de los talleres metalúrgicos”, peloteábamos con mi viejo entre mates. Y repetíamos frases enteras y chistes que los dos habíamos escuchado pero que ahora festejábamos con otra risa porque era una risa de los dos. Esas charlas medio zonzas y modestas eran como atajos emocionales para llegar antes a lo que nos costaba, eran los mismos atajos como cuando me tiraba unos tiritos para que yo vuele como Fillol o cuando me desafiaba a una carrera hasta la esquina para fingir que no me alcanzaba.

“Mi padre, y este es quizás el mejor recuerdo que tengo de él, era un gran cantor, pero que no compartía esta habilidad con nadie”.

Foto: Eduardo Grossman

Mi padre —arrancó Alejandro Dolina cuando le mencioné la cantidad casi absurda de tangos que se sabe de memoria—, y este es quizás el mejor recuerdo que tengo de él, era un gran cantor, era buenísimo, pero que no compartía esta habilidad con nadie. Él no cantaba en las reuniones, ni fue profesional ni nada pero cantaba muy bien. Solía quedarse en la cama, siendo yo chico, hasta tarde los domingos, entonces me llamaba (yo entonces estudiaba el acordeón y tocaba la guitarra) para que lo acompañara y él cantara. Tenía en la memoria muchísimas letras y las que no tenía en la memoria las tenía en revistas, en la colección «El alma que canta». Entonces me obligaba a acompañarlo en todos los tangos del mundo. A lo largo de los años me quedó a mí un repertorio que formé involuntariamente.

Esta noche, amiga mía,
el alcohol nos ha embriagado.
Qué me importa que se rían,
y nos llamen los mareados.

Cada cuál tiene sus penas,
y nosotros las tenemos.
Esta noche beberemos,
porque ya no volveremos a vernos más.

“La tristeza es propia del gran arte, no solo del tango. Y no es una mala cosa la tristeza”.

Yo a mi viejo nunca lo vi borracho. Lo he visto tomar vino sí, o cervecita en verano, pero parecía siempre estar ceñido a un control riguroso, hasta escénico en su forma. Había un vaso que cuando se terminaba era inequívocamente el último y lo apoyaba en la mesa como si fuera el punto final de una novela. Pero el tango “Los mareados” (de Cadícamo y Cobián) cantado por Mercedes Sosa lo conmovía muy hondamente. Era tan inescrutable para mí ese lienzo donde su memoria pintaba un misterio que no me animé jamás a preguntarle. Cada cuál tiene sus penas y sus tristezas, supe siempre.

La tristeza es propia del gran arte, no solo del tango —me dice Dolina, porque le menciono al tanguero triste, al desdichado. —Y no es una mala cosa la tristeza. Octavio Paz decía que el poeta es aquel que se expresaba en términos poéticos lo hacía porque conocía una técnica. Pero además de la técnica había en toda gran poesía una reflexión sobre la condición humana, siendo ésta trágica. Es decir que la condición humana es trágica y que cualquier situación poética tiene que contemplar ese carácter.

Cuando salimos del sanatorio en el que le contaron que tenía un tumor, mi hermano, mi viejo y yo, caminamos un par de metros en silencio hasta que hice un chiste inocuo que ya no recuerdo, uno que se pulverizó sin metáfora cuando entendí que su mirada, la de mi papá, ya no era la misma.

“El tipo que está satisfecho no tiene tiempo para ser poeta”.

Repito la frase de (Ernesto) Sabato: «Soy mortal, ¿cómo quiere que sea feliz?» —prosigue Dolina, a quién ya habiendo charlado con Sebastián Soso, con Sergio Gómez Quintana y conmigo por más de media hora, yo lo sentí íntimo, hondo porque el tipo es hondo y hasta apesadumbrado, dramático en el sentido poético, pero lo respiré de cerca como sin máscara, sin literatura. —Entonces el gran arte —continuó— es siempre trágico por más que sea humorístico, por más que tenga un paso, un momento de humor. Lo que no puede ser nunca es satisfecho. El tipo que está satisfecho no tiene tiempo para ser poeta. La profundidad surge de la meditación, y la meditación nos revela siempre nuestra condición trágica.

Foto: LVST Facebook

El 24 de diciembre del año pasado también era Navidad en la casa de mis viejos. Y era Navidad a pesar de que estábamos tristes, con mi viejo perdiendo por goleada contra la pesadumbre. Estábamos desolados porque inhalábamos el monóxido de un destino triste y exhalábamos ilusiones perecederas, fantasías que nacían muertas. A las 12 de la noche en punto el Raúl se concedió el permiso de llorar mares como jamás lo había visto; lloraba entre copas espumosas y entregado, dejándose abrazar por sus hijos y por la mujer a la que le dio su vida. Afuera, sonaban los petardos de aquel que nunca se detiene, el mundo.

Después, claro que podemos tener momentos de alegría. Por más que reflexionemos acerca de la condición humana, siempre nos podemos poner a bailar un rato sobre la mesa, podemos disfrutar huyendo sin pagar de algún boliche o disfrutando de las picardías amorosas que se nos ocurran —decía el Negro Dolina el jueves pasado. Y yo sabía que decía lo que decía porque nos preparaba para el acorde del final, el acorde que deviene en el silencio trémulo de lo recién silenciado.

“Por más que reflexionemos acerca de la condición humana, siempre nos podemos poner a bailar un rato sobre la mesa”.

“La zamba «Añoralgias» ha sido recopilada por un gran investigador de nuestro folklore. Un hombre nacido en el norte, el noruego Sven Kundsen”, comienza diciendo Marcos Mundstock en aquella pieza que Les Luthiers estrenó en Rosario en 1981. Mi viejo se la sabía de memoria, como buen fanático de Los Chalchaleros. Y esa Navidad, que tenía un guion espeso como ninguna otra en mi vida, nos regaló un plot twist porque mi papá quiso poner música, quiso ir al patio y nos pusimos a escuchar el folclore de su infancia, las zambas que bailaba con mi vieja y a Les Luthiers con esa joyita telúrica que supieron cantar con el propio Alejandro Dolina.

 

Lo supe y lo sé, que el Raúl nos preparaba para el acorde del final, el acorde que deviene en el silencio trémulo de lo recién silenciado. Pero quiso que lo viéramos feliz y la cantó completa y excusándose con mi vieja de no pararse a bailarla.

Pero en el fondo, en el fondo de nuestra mirada —nos dijo Dolina, tomando carrera—, cuando miramos a nuestros amigos que están corriendo a nuestro lado, perseguidos por los mozos de un boliche, hay un brillo que dice «Muchachos, no me olvidé de nada. Disfrutemos de este momento de alegría. Es carnaval, pero no me olvidé de nada».

Mi viejo se murió el 11 de enero. En ese momento que me avisó mi hermano pensé en mi vieja, pensé en mi hermana que vive en Italia, en mi hermano, y pensé en Alejandro Dolina, que a esa hora estaría haciendo su programa sin saber que había perdido a un oyente de años, uno fiel y noble, un oyente que se dejó enseñar y se permitió reír con sonoras carcajadas que retumbaron la noche de mis casas.

Pero el jueves pasado, decía al inicio de este texto, cuando hablé con el Negro por primera vez, fue como si dos extremos del Universo se juntaran en un minúsculo punto del espacio-tiempo. Y lo que se junta en ese granito de Cosmos, es la certeza impiadosa de que este otro fulano, el que le dio años de alegría a mi viejo, también se irá. Me lo decían los silencios entre las palabras que Alejandro Dolina nos regaló tan generosamente. Y claro que lo del jueves fue un momento feliz, uno de los que encallan en la memoria. Porque es carnaval, pero no quiero olvidarme de nada.

“Vivimos en un mundo de silencios”.

Foto: LVST Facebook

Vivimos en un mundo de silencios —dijo el Negro para terminar, y el silencio se pudo escuchar. —Nosotros trabajamos en una radio. Deberíamos agradecer esa posibilidad de comunicarnos con más frecuencia que mucha gente. No digo que nosotros estemos hablando genialidades. Las cosas que acabo de decir no valen un pucho de tabaco negro. Pero sí estamos hablando sobre cosas que nos entusiasman, o que nos preocupan, o que nos despiertan ansiedades antropológicas, filosóficas, sentimentales. Y fíjese que hay gente que por ahí pasa largos meses sin hablar con nadie de estas cosas. Y yo no soy psicólogo, pero me parece que no hablar sobre la condición humana durante mucho tiempo puede ser dañino.

La entrevista completa que hicimos con Sebastián y Sergio el jueves se puede escuchar acá:

“Amigos son los que nos ayudan a conseguir la gloria o lo que sea que buscamos. Los que nos acompañan en aquello que nos obsesiona”.

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