-El director de Caja negra (2002), Monobloc (2005), Los santos sucios (2009), Verano maldito(2011), Dromómanos (2012) y Lulu (2014) vuelve a las fuentes con una película que combina la mirada más personal de sus primeros trabajos pero que mantiene los recursos y el despliegue de la exitosa El Angel (2018), vista por casi 1.400.000 espectadores. Tras su paso por los festivales de Venecia, Toronto y San Sebastián, llega a las salas locales. “El Jockey “, elegida por la Academia para representar a la Argentina en los premios Goya de España y en la categoría de Mejor Película Internacional de los Oscar. También llegan “Stella, una vida”, “Deep web: Show Mortal”, “El auge del humano 3”, “Hellboy: The Crooked Man” y “Carnada”. Aquí una selección de reseñas para elegir que ir a ver al cine, porque el cine se ve en el cine.
“El Jockey”
Hasta 2014, cuando estrenó Lulu, también con Nahuel Pérez Biscayart como protagonista, Luis Ortega había desarrollado una filmografía con media docena de títulos modestos en recursos pero al mismo tiempo muy audaces y personales. Luego llegaron un puñado de episodios para la popular serie El marginal y, en 2018, El Angel, que se convirtió en uno de los mayores éxitos de taquilla de la historia del cine argentino con 1.400.000 entradas vendidas. Seis años después, la incógnita pasaba por apreciar si El Jockey sería un regreso al cine de su primera etapa o una consolidación de la etapa más comercial iniciada con la biopic sobre el período juvenil del asesino serial Carlos Eduardo Robledo Puch.
Y lo primero que puede decirse de El Jockey es que se trata de una película tan o más arriesgada, deforme y radical que sus primeros trabajos, pero al mismo tiempo con un despliegue en términos de presupuesto, locaciones y elenco pletórico de figuras más propio de la dimensión industrial de El Angel. Sí, puede que en el armado de un reparto multinacional que incluye a una actriz española como Ursula Corberó y a un actor mexicano como Daniel Giménez Cacho hayan pesado las imposiciones propias de las coproducciones entre varios países; y que en ciertas zonas donde la película fluye menos y se siente un poco más tensionada entre lo que quiere y lo que puede ser hayan influido a la hora del corte final las opiniones de los más de 20 productores y productoras que se aglutinaron para este proyecto, pero en buena parte del metraje y en casi todas sus búsquedas y decisiones se aprecia en toda su dimensión la mirada sensible y a la vez desencantada del director de Verano maldito y Dromómanos respecto de las imposiciones de la sociedad capitalista que busca a toda costa la productividad y el suceso cuantificable. En cierto sentido, El Jockey es una épica con ínfulas pero al mismo tiempo desprovista de grandilocuencia sobre personajes otrora exitosos que se convierten en perdedores, seres que intentan romper con lo previsible y salen a la aventura de buscar una vida nueva.
Remo Manfredini (Pérez Biscayart) es una auténtica leyenda del turf, pero su racha de triunfos se ha interrumpido de forma abrupta. El consumo excesivo y compulsivo de alcohol y otras sustancias (hasta la ketamina destinada a los caballos le sirve de sustituto) le provocan crecientes accidentes (lo vemos caerse en los partidores o no doblar a tiempo en una curva) que terminan en internaciones hospitalarias. La que sí empieza a ganar carreras es Abril (Corberó), jocketa y novia de Remo, que en su mejor momento deportivo queda embarazada y no sabe si continuar o no con la gestación.
Ese es apenas el punto de partida de una película mutante e imprevisible, laberíntica y cambiante, en la que Remo se irá transformando en un alma en pena (“adicto a cosas terribles y dolorosas con desprecio por el éxito”, una sucesión de resacas y síndrome de abstinencia), un zombie, un hombre que ha perdido su don y se ha convertido en un ser autodestructivo y en una amenaza, una bomba de tiempo que el mafioso con aires de gurú new age Rubén Sirena (Giménez Cacho) y sus secuaces Fanego (Daniel Fanego), Oscar (Roberto Carnaghi) y Luis (Osmar Núñez), tres patéticos y queribles gangsters de poca monta con alma de filósofos de barrio, querrán desactivar antes de que sea demasiado tarde.
Incursionando de a ratos en la tragicomedia, el drama rómantico, el thriller psicológico, la película de mafiosos, la dinámica carcelaria, el realismo social, el humor negro propulsado por enredos y la película deportiva (el universo del Hipódromo de Palermo), El Jockey bebe en su primera parte del Aki Kaurismäki de El hombre sin pasado (no por casualidad el director de fotografía es el también filnlandés Timo Salminen, habitual colaborador de Aki), pero luego también del melodrama “de bolero”, las familias que escapan de los modelos de tradicionales y la mirada sobre la identidad de género de un Pedro Almodóvar; cierto grotesco a-lo-Paolo Sorrentino (ahí están el director del penal que interpreta Roly Serrano y la mujer mística que encarna Adriana Aguirre); elementos fantásticos de fuerte carga simbólica que dialogan con el cine del mexicano Alejandro González Iñárritu y con un film reciente como Emilia Pérez, del francés Jacques Audiard. Ortega vuelve a citar a sus héroes (un caballo que traen de Japón se llama Mishima) y a sus propias películas (los homeless que vagan por la ciudad remiten a Caja negra o Lulú) en un auténtico rompecabezas y una acumulación de referencias cinéfilas, literarias y genéricas.
Entre virtuosos travellings laterales y un eclecticismo que se percibe también en una selección musical que incluye Fumemos un cigarrillo, de Piero; Sin disfraz, de Virus (mientras suena hay una escena de baile entre Remo y Abril tan arbitraria como irresistible); Lo mismo que usted, de Palito Ortega (je); Trigal, de Sandro; Un beso y una flor, de Nino Bravo; y el cierre con Soy una fiera, tango turfístico que canta Carlos Gardel; El Jockey es una película que por momentos puede desconcertar o incluso abrumar (siempre tiene una vuelta de tuerca más para sumar), pero en muchos otros fascinar y seducir con los recursos más creativos y sorprendentes del cine. En medio de tanta película calculada y prolija, siempre es bueno celebrar a realizadores talentosos, desbordantes y hasta caprichosos como Luis Ortega.
DIEGO BATLLE.
SHOWCASE, CINEPOLIS, HOYTS Y DEL CENTRO.
“Stella, una vida”
El cine alemán con proyección internacional vuelve una y otra vez a indagar en la vida de civiles durante la Segunda Guerra Mundial, como si quisiera encontrar allí alguna clave para desentrañar el presente. La fórmula es conocida: un drama salpimentado de thriller de espionaje (o al revés) pródigo en traiciones, identidades falsas, engaños y desconfianzas sobre una mujer acorralada entre la espada y la pared.
La chica en cuestión se llama Stella Goldschlag (Paula Beer, actriz fetiche de Christian Petzold) y es una joven judía alemana que sueña con ser cantante de jazz en Berlín durante el régimen nazi. Tiene con qué: su voz es hermosa, está dotada con la virtud del carisma y, detalle no menor para el desarrollo de la trama, es muy bonita. Pero esas aspiraciones artísticas terminan cuando es descubierta y capturada por la Gestapo, quienes se valen de su poder para que obligarla a delatar a otros judíos a cambio de evitar una deportación Auschwitz, con la muerte casi segura que eso implica.
Basada en hechos reales, Stella, una vida propone una aproximación al personaje vaciada de juicios, procurando comprender cómo y por qué alguien puede llegar a esa situación antes que ubicándola en el rol de villana inescrupulosa (lo cual hubiera sido más sencillo y cómodo).
La ambigüedad de Stella hace que la película de Kilian Riedhof, aunque previsible y por momentos reiterativa en sus postas narrativas, se aleje de los convencionalismos más crasos del cine de corte academicista que suele abordar este tipo de dilemas morales.
EZEQUIEL BOETTI.
EN CINES DEL CENTRO.
“El auge del humano 3”
El nuevo trabajo de Eduardo Williams, El auge del humano 3, define el cine que realiza este joven director argentino. Con un fuerte dispositivo narrativo que implica no pocos riesgos y a partir de una trama simple, la película -a la que resulta difícil clasificar, incluso en categorías muy básicas, como establecer si se trata de un documental o una ficción- ofrece una experiencia cinematográfica basada en un complejo juego de alteración sensorial. Su registro del mundo resulta perturbador, no porque represente un desafío de orden ético o moral, que es la forma más sencilla (y cómoda) de perturbar, sino porque tuerce casi todas las convenciones del cine y de la física.
La película sigue a una serie de personajes, todos en la etapa final de la adolescencia, quienes parecen estar vinculados entre sí por distintas formas de la amistad. Pero a este argumento, que de tan sencillo puede resumirse en pocas líneas, se le debe agregar una serie de elementos que convierten al asunto en un laberinto a cielo abierto que tiene el tamaño del planeta entero. Porque estos chicos provienen de distintas partes del mundo, todas ellas de geolocalización imprecisa: algún lugar del sudeste asiático, algún lugar del subcontinente indio, algún lugar de la Sudamérica andina. Las imágenes los retratan, primero de forma alternada, mostrando que se trata de grupos separados, para de a poco comenzar a cruzarlos en los distintos escenarios y terminar todos juntos, aunque no se sabe dónde.
En ese devenir, tanto el registro sonoro como el visual, e incluso el formato narrativo, se encuentran subvertidos a partir de utilizar los diferentes elementos técnicos de los que se vale el cine de maneras radicalmente ajenas al canon clásico. Usando lentes deformantes, grandes angulares muchas veces intervenidas para alterar aún más las imágenes, la cámara deambula como si se tratara de un personaje más. A veces fluye junto con los personajes, pero otras opta por tomar caminos divergentes para retratar distintos espacios y paisajes. Por el contrario, el sonido siempre está atento a las conversaciones del grupo, aunque muchas veces no coinciden con las que mantienen los personajes que aparecen en pantalla, sino que pertenecen a otros, momentáneamente fuera de campo, permitiendo que lo ausente siga presente.
En contra de lo que puede sugerir todo lo anterior, no sería correcto definir a El auge del humano 3 como una película confusa, sino como una que busca de manera deliberada sacar al espectador del modelo perceptivo en el que se siente más cómodo. Un desafío. El montaje clásico; la fotografía como registro fiel de lo real; la concordancia estricta entre lo que se ve y lo que se oye; la cronología lineal; la construcción de los diálogos respetando estructuras lógicas. Nada de eso se cumple en el tercer largometraje de Williams. Ni siquiera la ley de la gravedad queda a salvo de este barajar y dar de nuevo sensorial.
Pero incluso siendo radical, el cine de Williams tiene sus precursores. Hay vestigios del Lisandro Alonso de las primeras películas, presente en ese registro que parece fluir atado a los protagonistas. Está Raúl Perrone y su pasión tanto por los retratos oblicuos de una juventud siempre en tránsito, como por los dispositivos formales de ruptura. Se percibe la influencia de los juegos ópticos de Carlos Reygadas y su habilidad para hacer que lo fantástico se cuele en el relato de forma desembozada. Y si bien todo eso está ahí, también flota durante toda la película la sensación de que se trata de una búsqueda demasiado planificada, artificial, que revela la presencia de un director detrás de cada decisión. Una leve (pero aún así notoria) falta de naturalidad, que de ningún modo se percibía ni en Los muertos, ni en P3ND3JO5, ni en Post Tenebras Lux. Tal vez eso también forme parte de esta búsqueda.
JUAN PABLO CINELLI.
EN EL CAIRO.
“Hellboy: The Crooked Man”
Si no nos cansamos de repetir que en el cine estadounidense si falta algo es ideas, tomar a un personaje de un cómic que ha tenido una saga cinematográfica iniciada por el mismísimo Guillermo del Toro, y envolverlo, como en Hellboy: The Crooked Man, en una historia de terror, puede ser una idea.
Pero terminó resultando un despropósito.
Hellboy es un semidemonio, mitad humano, mitad demonio, que siendo bebé fue invocado desde el infierno a la Tierra. Creado por Mike Mignola, se transformó en un superhéroe (o antihéroe, o lo que prefieran) que, al menos en las dos películas del mexicano Del Toro y el reboot de 2019 de Neil Marshall, se enfrentaba, como investigador paranormal, a distintas monstruosidades.
Acá, el que confronta con algo horripilante es el espectador.
Porque el guion, en el que metió mano el autor del cómic, junto al director Brian Taylor (Ghost Rider: espíritu de venganza, con Nicolas Cage) y Christopher Golden, no tiene ni pies ni cabeza, ni antebrazos, ni menos que menos cerebro. Es una sumatoria de situaciones bastante inconexas, ya en el libreto como en lo que se ve, debido a un montaje endiabladamente entrecortado.
Tampoco se ha logrado que lo que se cuenta tenga una ilación más o menos coherente. Aquí hay personajes que están, desaparecen, y vuelven a la pantalla por alguna excusa narrativa.
Hellboy -que ya no está interpretado por Ron Perlman, cuando dirigió Del Toro, ni por David Harbour (Stranger Things), sino por Jack Kesy, de Sin remordimientos y Baywatch- digamos que tiene un accidente o algo parecido con una criatura sobrenatural. En esta aventura, que insistimos, pretende ser más de terror que de acción, lo acompañan la agente Jo (un personaje creado para la ocasión, con una insípida Adeline Rudolph) y un veterano de la Segunda Guerra Mundial, Tom Ferrell (Jefferson White). Este último personaje es el que les cuenta la leyenda del Crooked Man (Martin Bassindale).
El Crooked o retorcido es un demonio que aterroriza a un poblado que entiende más de supersticiones y de brujas que de analogías. Todo es un caos, una incongruencia.
De repente se cuenta el origen de Hellboy, sin que nadie lo haya preguntado ni que tenga sentido que lo hagan. Más adelante, se revelan cuáles son las intenciones del Crooked Man, o sea por qué hace lo que hace. Y, por si hiciera falta, al final surge (porque no hubo ni un atisbo hasta ese momento) una historia romántica.
Como la película no contó, se ve, con mucho presupuesto, las locaciones son escasas y los efectos son tan rudimentarios que parecen de una película de estudiantes (estudiantes con bajo presupuesto).
Al pobre de Jack Kesy le ha tocado encarnar a un protagonista con los cuernos limados por el que no sentimos ni por un minuto alguna simpatía, y menos aún empatía.
Todo dependerá de cómo le vaya en la taquilla (la tercera de Del Toro no se llegó a filmar; la que interpretó Harbour fue un fracaso más comercial que artístico), para que este Hellboy tenga una secuela, una precuela o un algo.
No parece que eso vaya a suceder.
PABLO O. SCHOLZ.
SHOWCASE, CINEPOLIS, HOYTS Y MONUMENTAL.
“Carnada”
Cinco amigas se embarcan en un viaje paradisíaco para celebrar la boda de una de ellas. La fiesta pronto se convierte en terror cuando una feroz y misteriosa criatura marina comienza a acecharlos en las cristalinas y profundas aguas.
“Deep web: Show Mortal”
Deep Web: Show Mortal (Deep Web: Murdershow, 2023), se adentra en la web oscura. Con la dirección de Dan Zachary, quien falleció en 2022, la película intenta ofrecer una trama que mezcla payasos asesinos, criptomonedas y videos virales, pero termina repitiendo los clichés clásicos del cine de terror slasher.
El film sigue al personaje de Aiden Howard, un podcaster que, al investigar la misteriosa muerte de su hermana, se sumerge en los rincones más oscuros de la web. A través de hackers y plataformas secretas, llega a un sitio donde las apuestas en criptomonedas determinan el destino de una víctima, exponiendo el sadismo de los usuarios que disfrutan del espectáculo macabro. Este elemento, que combina lo más perturbador de la cultura en línea con el gore típico del género, no logra salvar la película de una ejecución deficiente.
A pesar de su premisa, Deep Web: Show Mortal se tambalea bajo el peso de efectos especiales de bajo presupuesto y falsos sustos, fallando en generar el impacto que su temática sugiere. Con influencias claras de películas como Terrifier o El juego del miedo (Saw), esta producción canadiense no logra innovar ni sorprender, quedándose corta frente a sus competidoras.
Uno de los puntos más interesantes del film es la exploración de la internet profunda y sus usuarios. La película presenta una idea poderosa: hasta qué punto los videos de la dark web pueden influir en la realidad y si es posible convertirse en víctima de ese mundo oculto. Sin embargo, esta premisa se desperdicia en un argumento que opta por los tropos más seguros del género, sin arriesgarse a profundizar en los horrores reales de la web oscura.
Deep Web: Show Mortal podría haber sido una reflexión sobre los peligros modernos de la internet, pero se convierte en un espectáculo predecible que no alcanza su máximo potencial.
EMILIANO BASILE.
SHOWCASE, CINEPOLIS, HOYTS Y MONUMENTAL.
Fuente: Otros Cines, Página 12, Clarín, Escribiendo Cine.
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