Los bunkers forman parte del paisaje de la ciudad desde hace más de 10 años. Lentamente nos hemos ido acostumbrando a convivir con una palabra asociada naturalmente a la guerra. La RAE lo define como un refugio, por lo general subterráneo, para protegerse de los bombardeos.
En nuestros barrios, se trata de casas convertidas en fortalezas muchas veces sin comunicación con el exterior y solamente con ventanillas por donde se pasa la droga y se recibe el dinero.
El triple crimen de Villa Moreno del 1 de enero de 2012 de tres jóvenes militantes sociales apodados Jere, Mono y Patón marcó un antes y un después en la visualización del narcotráfico en la ciudad, y el Estado comenzó a tener que responder sobre esta nueva figura en la venta y distribución de drogas.
Primero fue la policía provincial con algunos allanamientos y luego se sumaron las fuerzas federales especialmente en la espectacular irrupción de Sergio Berni en el 2014 con más de 2000 agentes en la ciudad.
Muchos fueron demolidos o cerrados y las imágenes recorrieron el país, pero allí quedo claro como el virus del narco también posee una gran capacidad de mutación y respuesta, ya que al poco tiempo estos puestos de venta volvieron a abrirse en los mismos lugares o a pocas cuadras.
Resulta claro que también esa política de persecución penal debe ir en paralelo a políticas sociales focalizadas en las mismas zonas, pero salvo los esfuerzos del municipio acotados por su presupuesto poco se ha hecho.
Hace ya algún tiempo que el Estado reconociendo su impotencia y ante la falta de una agencia policial apta, hace la vista gorda con los bunkers y se justifica con un discurso que plantea que el principal objetivo de la política criminal debe ser la persecución y encarcelamiento a los líderes de las bandas, y poner la lupa sobre el blanqueo de los capitales que surgidos del negocio narco ingresan al circuito legal.
El relato es válido. Como no compartir que no debe perseguirse a los perejiles sino a los grandes capos de la droga, y si se juzga por la caída y procesamiento de los principales jefes de la banda Los Monos Rosario y Santa Fe podrían ser tomados de ejemplo.
Pero la realidad ha demostrado que eso no garantiza que el fenómeno narco cese, ya que los mandos medios son cambiados por otros y los capos operan con total impunidad desde las cárceles. Y al mismo tiempo, la vieja ley de drogas, resabio del Menemismo, persigue en un 90 % a los consumidores y los criminaliza, sin afectar en absoluto la actividad criminal.
Pero qué lugar entonces le damos a los búnkeres en todo este entramado. Hoy resultan el eslabón más perverso de la cadena, porque claramente la presencia del bunker en la cuadra o la manzana operando con conocimiento de todo el barrio rompe la paz social.
El lugar se convierte en una romería de autos, motos y personas que a toda hora van a buscar el producto. Las armas proliferan adentro y afuera del mismo en los soldaditos que lo defienden.
El vecino común, abandonado por las agencias de seguridad del estado convive desde el miedo con esa realidad que incluye permanente riesgo de ajustes de cuentas, tiroteos, muertos y hasta en muchos casos víctimas por error.
Y los narcos del barrio, conocidos de toda la vida en el lugar, ejercen una amenaza solapada y constante para quien se anime a hablar con la justicia o el periodismo.
Pero aún falta la parte más aberrante de la situación. Muchos de esos actores, soldaditos que los defienden o atacan son como mucho jóvenes menores de edad.
Y al interior de los búnkeres trabajan niños. Chicos en lo que debiera ser su edad escolar que entregan y cobran la droga atrapados, sometidos a cuasi esclavitud, en jornadas de 12 horas, en lugares sin ventanas, ni baños y donde saben que si quieren escapar los soldaditos de afuera los conocen y pueden matarlos.
Cuantos niños y niñas habrá ahora en esta situación en Rosario, sin que nadie se plantee rescatarlos y darle una oportunidad en su vida. Probablemente solo les quede seguir escalando en la pirámide narco criminal y ser luego soldaditos, tiratiros, o sicarios. Y estas situaciones también se repiten en la geografía del narco menudeo. Familias que se dedican a la actividad criminal preparan la droga a vender en su casa.
Y los niños y adolescentes terminan siendo parte de toda la geografía delictual. Los más grandes participan del proceso de cortado y embolse, o sino en la calle vigilan que no haya peligros para la empresa familiar, y los más pequeños ayudan o simplemente conviven en lo que debiera ser su hogar con la pesadilla de la droga arriba de la mesa y las armas diseminadas por doquier.
Pensemos un instante en esos niños donde en edad escolar es normal y parte de la vida invitar a un amigo a jugar a su casa y la imposibilidad absoluta de hacerlo. El resultado cantado es el abandono escolar y la perdida de todo otro contacto social, que no sea alrededor del delito.
Su mundo es la droga y no hablamos de consumo aún. Urge una política pública de seguridad de ir a fondo contra los bunkers. Pensar que solo es un espacio de perejiles es profundamente erróneo. Cerrarlos, destruirlos, perseguirlos con todo el peso del estado es un imperativo moral urgente.
No solo para enfrentar el tráfico, sino para recuperar la vida en esas cuadras y barrios populares, y rescatar a los niños y adolescentes que claramente se encuentran en situación de trata de personas.
As lo entendió la justicia rosarina en el fallo de setiembre de 2018 con un joven de 17 años que vendía drogas en un cubo de lata sin ventanas, ni baño, en barrio Las Flores en turnos de 12 horas, pero no alcanza con una sentencia.
El Estado debe construir una oportunidad de vida para que el niño o joven pueda realmente salir de esa pesadilla y no se termine de convertir en un engranaje del narcotráfico perverso. Urge dejar los discursos de ocasión de lado y actuar, por los chicos y chicas que hoy están encerrados y solo ven la luz del sol por la mirilla que pasan la droga y reciben la plata.
Sino es probable que ese mismo chico un día apunte con un arma y jale el gatillo, sobre el rostro de la sociedad y el estado que hoy miran para otro lado.
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