Cada vez con mayor frecuencia observamos en las crónicas policiales distintas situaciones delictivas en las que vecinos u otras personas, indignados por la gravedad o las circunstancias de ciertos hechos, intentan realizar justicia por mano propia sobre aquellos presuntos autores de los mismos, descargando violentamente toda su ira de manera directa sobre estas personas o sobre sus bienes.
No caben dudas de que muchos de estos individuos son merecedores de castigo. Pero ¿no es acaso el Estado, a través de sus instituciones, el encargado de aplicar una condena justa luego de llevar adelante un proceso judicial? ¿Se encuentran legitimadas estas personas para agredir o dañar, muchas veces ante la impávida presencia de las fuerzas de seguridad, y en la mayoría de los casos movidos por impulsos masivos y carentes de la certeza que sólo otorga un fallo judicial fruto del debido proceso?
No podemos aceptar ni debemos acostumbrarnos a justificar este tipo de reacciones que sólo nos acercan a la barbarie.
Vale recordar que en un Estado de Derecho, es el propio Estado el único ente legitimado para hacer uso de la fuerza, cuyo monopolio le pertenece de manera exclusiva, a fin de evitar de que en la sociedad impere la ley del más fuerte.
Es por eso que nadie, salvo en los casos previstos por la ley para la legítima defensa, puede ejercer violencia sobre personas o cosas, sin que ello no constituya también un delito.
Las imágenes que observamos a través de los medios de comunicación nos reflejan como hombres y mujeres, y en muchos casos niños, se convierten en agresores irracionales que se encuentran muy lejos de comprender los límites que establece la ley y que debe tutelar el Estado.
Pero, evidentemente, es el propio Estado el que no cuenta con los recursos necesarios para evitar este tipo de situaciones, ni brinda de manera efectiva las garantías necesarias para que estos hechos no se produzcan.
La falta de educación, sumado a los problemas crónicos y aparentemente irreversibles que padece el ya colapsado Poder Judicial, son factores que favorecen o propician para muchos la idea de que en este país “todo da lo mismo”, o que “el que entra por una puerta sale por la otra”.
Observamos cómo determinadas causas prescriben por la inacción de los funcionarios, dejando en muchos casos delitos graves sin encontrar responsables, o cómo algunos hechos de gravedad ni siquiera llegan a ser investigados.
Pero, más allá de todos estos males, no tenemos derecho a autoproclamarnos como justicieros ni vengadores, lo que solo hace que nos degrademos aún más como sociedad o nos acerquemos a sistemas anárquicos, alejándonos cada vez más de las reglas de convivencia que deben imperar en un Estado moderno, justo, civilizado y respetuoso de sus instituciones.
Pareciera que todo se encuentra “patas para arriba”. Vivimos expuestos a que cualquier mortal decida cortar una calle, ocasionando un sinnúmero de dificultades al resto de los ciudadanos, o a que los alumnos de un colegio decidan tomar sus instalaciones por no estar de acuerdo con las medidas tomadas por sus docentes o directivos, sin importarles que estas acciones también configuran contravenciones o delitos.
La responsabilidad es de todos. Tanto de la clase dirigente como de aquellos ciudadanos que conformamos la sociedad. En distintas escalas y conforme a los roles que cada uno desempeña, todos debemos hacernos cargo.
Tenemos enfrente dos caminos. Uno más corto, con paradas en las estaciones del facilismo, la demagogia y la falta de compromiso, y otro más largo pero seguramente más gratificante. El camino del trabajo honesto, la educación, la justicia y el respeto por la ley. Está en nosotros saber elegir.
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