Venía bajando desde lo más alto del norte argentino, pero todavía él no era “el hombre del perro en la mochila” -como lo llaman ahora los vecinos de Refinería y Puerto Norte- por ese entonces quería llegar a Rosario, la ciudad de donde es oriundo y donde lo esperaba su hija para reencontrarse después de mucho tiempo. Su idea era llegar en un mes, pero un virus extraño circularía de forma comunitaria y le impediría seguir viaje.
El aislamiento obligatorio del 20 de marzo de 2020 lo agarraría en Santiago del Estero, en una “piecita” detrás de un almacén. Dos semanas antes, una familia estaba dando perros de caza en adopción, pero aún faltaba ubicar a uno, el más pequeño. Cuando lo vieron a Damián, enseguida supieron que era el indicado y le ofrecieron cuidar de Bebé -como decidieron llamarlo por ser el último que salió al mundo-.
Fueron cuestión de segundos. En un instante, el hombre y el pequeño animal conectaron como si se conocieran desde siempre. “Fue amor a primera vista”, al menos así lo describe Damián mientras coloca dos tachos en forma de asientos –donde busca agua para lavar los autos que cuida en Carballo al 100- y se prepara para la entrevista, entre la emoción -que le genera la solidaridad que recibió desde que se hizo conocido en el barrio por llevar a su perro arriba de la mochila- y las ganas que su historia, contagie a otros.
“Desde el día en que me lo dieron, supe que seríamos una gran familia y que él sería mi otra mirad en este trayecto”, dice mientras le acomoda el pañuelo a su “hijo”. Sin embargo, lo que nadie adivinaría era que ese viaje llevaría más tiempo de lo esperado. Pero eso no impediría que la unión entre Damián y Bebé, se transforme en “algo indestructible”.
En los primeros siete meses, el pequeño animal lo acompañó a pasar la soledad de la primera ola de la pandemia, en una “diminuta habitación” que habían conseguido en Santiago del Estero donde pasaban todo el día adentro puesto que en el pueblo donde se encontraban “las restricciones eran tan duras que no podían salir ni a realizar las compras”, por eso Damián le enseñó a ir hasta el almacén que estaba en la parte principal de esa casa a buscar la vianda del mediodía y de la noche que les daba el dueño.
Pasaban los días y las noches, y las charlas, los juegos, las risas, los abrazos se profundizaban tanto que los llevó a formar una gran amistad que luego se convertiría en una “pequeña, gran familia”. Un año más tarde de la cuarentena dictada por el presidente Alberto Fernández, y con la ayuda de algunas personas que fue conociendo, a medida que se fueron flexibilizando las cosas, pudo emprender el retorno con Bebé.
“Un viaje difícil porque él no se aguanta viajar más de dos horas sin salir a caminar un rato”. Pero después de un tiempo, pudo llegar a la ciudad y reencontrarse con su hija que vive en la zona oeste de Rosario, quien acababa de ser mamá.
Pero las complicaciones de la vida diaria en una gran ciudad no eran las mismas que las de un pueblo y por eso tuvo que dejar por tres meses en la casa de una conocida de Sunchales a Bebé, para cuidarlo mejor hasta que pueda acomodarse. En ese tiempo, al rosarino le hurtaron su bicicleta y parte de sus pertenencias y aunque estaba enojado por lo que sufrió y porque la oportunidad de volver a ver a su perro se alejaba cada vez más, en ese momento sólo les deseaba a quienes le robaron, que lo que le sacaron les sirva “para poder comer”.
Pero el amor por ese hijo y la fuerza que le puso a cada día, hicieron que logre que tres meses después se pueda organizar para viajar más de 250 kilómetros y volver a ver a su “hijo”. Al llegar al umbral de la casa a donde se dirigía, su perro lo esperaba con ansias. Al verse, se abrazaron y rápidamente emprendieron el camino a la ciudad, “un poco caminando y otro poco a dedo”.
El camino fue una verdadera película. En los primeros kilómetros, sin plata en los bolsillos, Bebé se separó y fue en busca de un papel, para sorpresa de Damián y de todas las personas a las que le cuenta la anécdota, el perro había encontrado un billete de 100 pesos tirado al costado de la ruta.
Ese fue el impulso que necesitaba para el largo camino que lo esperaba hasta llegar a Rosario. Una vez en la ciudad, buscó varios lugares para poder vivir con su perro, hasta que encontró un vagón abandonado en la zona del Parque Scalabrini, allí tiró una cobija y unos almohadones viejos que agarró de “por ahí” y los dispuso para formar un hogar con Bebé, el primero en levantarse cada mañana, el encargado de despertarlo para “comenzar el día”.
Se hicieron una rutina y cada día la ponen en practica: van a desayunar a un minimarket de la zona donde toman un café con leche y un bizcocho, que comparten cada mañana: “mitad cada uno” y luego almuerzan ahí mismo.
Después de conversar con los dueños del kiosco, emprenden camino a cuidar autos en la zona de Puerto Norte. Bebé es el encargado de proteger la mochila y descubrir qué lugar se desocupa para ofrecérsela a otro auto que ingresa a calle Carballo.
Con lo que le dan de cuidar los vehículos está ahorrando para emprender un nuevo camino junto a su “hijo” y cumplir el su sueño de hace mucho tiempo de realizar la cosecha de Mendoza, San Juan y San Luís para seguir así sumando millas, pero esta vez junto a su bebé.
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